La fiesta de las bestias

Este relato narra casos reales.
Se han cambiado u omitido los nombres y algunos datos a petición de las fuentes

BESTIAS. ¿Con qué término se puede identificar a los verdugos de los siguientes casos? Quizá la palabra “bestia” se quede corta y quizá su significado no encierre la brutalidad, el salvajismo y hasta lo diabólico de su personalidad, sin embargo, ¿de qué otra forma llamaríamos a este tipo de criminales? Tal vez usted, estimado lector, estimada lectora, encuentre un mejor adjetivo.

MAESTRA. Llegó la hora de salida, hacía calor y terminaba un viernes pesado y largo; cuando el timbre sonó a lo largo y ancho del corredor de la escuela, los alumnos se alegraron, menos Marcela, que se estremeció, empezó a sudar helado y apareció el miedo en sus ojos. Pero había algo más, se orinó en su asiento y, sea por vergüenza o por miedo, no se movió, lo que llamó la atención de su maestra. Lo más extraño fue que la niña no respondió al llamado de la profesora, hasta que esta se acercó.

“Marcela –le dijo–, ¿por qué no te vas para tu casa? Ya tus compañeros salieron…”.
En ese momento la maestra se dio cuenta que Marcela se había orinado.
“Es que no quiero ir a mi casa” –le dijo la niña.
“Pero ¿por qué?”
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“Tengo miedo”.
“¿Miedo de qué?”
La profesora le sobó la cabeza, se acercó a ella, sabía que se había orinado, y le dijo:
“No te preocupés, hija; nadie va a saber que te orinaste… Yo te voy a ir a dejar a tu casa, en mi carro… Venga”.
Marcela tembló.
“No, profe –gritó, desesperada–, no quiero ir a mi casa”.
“Tu mamá no te va a castigar por eso”.
“No es por mi mamá, profe”.
“Entonces ¿por qué es?”
“Es mi papá…”
“Tu papá tampoco te va a pegar… Esto le pasa a cualquiera… Venga, vamos…”
“¡No, profe! ¡No!”
“Marcela, hija, ¿qué es lo que le pasa?”
La niña guardó silencio.
“¿Le va a pegar su papá?”
La niña movió la cabeza hacia los lados.
“¿Usted le tiene miedo a su papá?”
Marcela movió la cabeza hacia abajo, mirando aterrada a la profesora.
“¿Por qué?”
La niña tembló, apretó la mochila con sus manitos pálidas y lloró de nuevo.
“¿Qué te hace tu papá, Marcela?”
La voz de la profesora taladró los tímpanos de la niña.
“¿Tu papá te toca?”
“Sí”.
“¿Adónde te toca?”
La niña esperó unos segundos antes de responder.

“Allí…” –dijo, señalando con los ojos hacia abajo.
La profesora tenía la boca reseca.
“¿Tu papá te toca tu parte?”
Marcela movió la cabeza de arriba hacia abajo.
“¿Qué más te hace?”
“Él me pone el pipí allí”.
La maestra dio un grito.
“Y en la boca” –agregó la niña.
La maestra se quedó sin palabras.
“¿Desde cuando hace eso tu papá?”
Marcela enseñó los dedos de una mano.
“¿Desde que tenés cinco años?”
“Sí, y dice que si yo le digo a alguien va a matar a mi mamá y que yo me voy a quedar sin mamá… Y cuando yo llego a la casa me mete al cuarto... y después me manda a bañar...”.
Marcela tiene siete años, pesa un veinticinco por ciento menos de lo normal, está desnutrida, tiene piojos y es pequeña, muy pequeña. Vive con miedo, con un miedo que nadie podrá arrancar de su corazón mientras viva.
PREGUNTA. ¿Cómo se le puede llamar a este “padre”? ¿Son suficientes todas las leyes del mundo para castigar a este pervertido? Pues, no. Este “hombre” sigue en libertad, y sigue abusando de su hija porque nadie se atreve a denunciarlo. Por supuesto, este criminal no está solo. Miles de bestias como él abusan de niños y de niñas en la más abyecta impunidad. Los que caen en manos de la Justicia son realmente pocos, y su castigo no siempre es el que merecen.
¿Recuerda usted el caso de la muchacha que asesinaron en un sector de El Hato de En medio, en una caseta de vigilancia abandonada? La mató su propio padre. La violaba desde niña, la madre lo denunció, fue condenado y al cumplir su condena salió a vengarse de su propia hija. La violó antes de matarla a cuchilladas. Tenía diecinueve años. ¿Cómo llamaría usted a este bárbaro? ¿Sabía usted que sigue en libertad? Y ¿qué opina usted del anciano padre de un diputado nacionalista que, a pesar de su edad, asegura que sigue siendo un “depredador sexual” al que le siguen gustando las virgencitas, y que en su tierra no las dejan crecer?

OTRO. Steven es un niño de once años, aunque parece de nueve. Es agresivo, violento, grosero, respondón y mal alumno. Rechaza a su madre, aunque respeta a su maestra, le gusta jugar con fuego y maltrata a los animales y a otros niños menores que él. Pero nunca agrede a las niñas. Es más, nunca se relaciona con niñas. En su lenguaje vulgar destacan la violencia, el sexo y la muerte.
“Steven –le dijo la profesora una mañana–, hoy se queda usted para ayudar a hacer el aseo del aula”.
“Yo no me quedo, profe; si me tardo mi papá me trampa p… No mira que hoy le toca predicar a él en la Iglesia y todos tenemos que ir al culto”.
De nada le sirvió a la maestra tratar de imponer su autoridad. Steven se fue. Al mediodía siguiente llegó malhumorado, aunque no habló con nadie, se fue para un rincón del aula y se quedó de pie.
“Siéntese, Steven”.
No hizo caso.
“¡Steven!”
“Así estoy bien, maestra”.
La profesora empezó la clase. Hasta que llegó el recreo, Steven se movió del rincón, pero al caminar, renqueaba.
“Steven, venga… ¿Qué le pasa? ¿Por qué camina así? ¿Se golpeó?”
Steven miró a la maestra con furia.
“Era una furia que me dio terror” –dice la profesora.
Steven salió. Cuando iba por la puerta, la maestra lo llamó de nuevo, esta vez con fuerza. Steven tenía sangre en los pantalones.
“Usted me va a decir qué fue lo que le pasó o llamo a la Policía” –le dijo la maestra.
Había cerrado la puerta del aula y se quedó sola con el niño. Por primera vez, las facciones de Steven se suavizaron, aparecieron lágrimas en sus ojos, y bajó la cabeza.
“¿Qué le pasó?”
“Mi papá, profe?”
“Su papá ¿qué?”
“El me hizo eso…”
“¿Qué es eso…? ¿Su papá lo… violó?”
Steven no levantó la cabeza cuando respondió:
“Sí, anoche y me hizo bien duro…”
“¿Anoche? ¿Y su mamá?”
“Ella está en turno en la chamba… Como es aseadora del hospital”.
“¿Desde cuando le hace eso su papá?”
“Desde que estaba bien chavalito”.
Steven no quiso ir al médico ni que la maestra lo viera. Se quitó la camisa, se la amarró hacia atrás, y se fue a su casa. Tardó una semana en regresar a la escuela. Ahora confía más en la maestra, la respeta y es menos violento porque ella se lo ha pedido.

“Mire, profe –le dijo una tarde, durante el recreo–, cuando esté más grande voy a pelar a mi papá... Ese don no merece vivir, y dice que es cristiano... No solo a mí me ha hecho eso... Mire, me voy a ir a la mara, me voy a hacer bien demonio y lo voy a pelar… Ya va a ver usted…”.

OPINIÓN. ¿Qué podía responderle la profesora? ¿Qué le diría usted a Steven? ¿Hay algo que pueda sacar de su corazón el odio que le sembró su propio padre? ¿Quién puede decirle a este niño que no tire la primera piedra? Dicen que hay que estar en los zapatos del que grita para saber donde es que le aprietan. Lo decepcionante de esto es que el “santo varón de Dios” sigue predicando, alaba en los púlpitos, orienta a los matrimonios, hace liberaciones, habla en lenguas y pronto será profeta y hasta hacedor de milagros…

PUNTA. Mil casos podemos escribir aquí y serán solo la punta del iceberg. A diario, decenas de niños y niñas son abusados por quienes deberían protegerlos. Se denuncian centenares de casos al año pero quedan en el anonimato miles más, con las víctimas destruidas y con los verdugos tan libres como la luz del día. Y, en este punto, debemos preguntarnos: ¿Qué hace que un adulto se convierta en violador de niños? ¿Qué impulsa a estos seres perversos a satisfacer sus bestiales instintos en los cuerpos débiles y a medio formar de los inocentes? ¿Qué castigo merecen? ¿Por qué no desarrollar un programa que identifique donde sea niños y niñas víctimas de abuso sexual? Con tanto dinero que se derrocha en el Pais, bien se puede implementar un proyecto nacional que encuentre y rescate a las víctimas de los depredadores de niños. Bien se puede hacer. Así, muchos males podrían evitarse, y más seres de estos pagarían su delito, como Zutano, por ejemplo, que fue condenado a diez años de prisión por haber violado repetidamente a su hijastra…

CASO. Cuando Fulana llegó a la vida de Zutano aportó una niña de seis años al hogar. Un año después vino el varón. Zutano era el mejor de los padrastros. Ni siquiera José, el Páter Putativus de Jesús.

Era amoroso, cuidadoso, regañón cuando correspondía, celoso de la virtud de la niña, regalón, responsable y, sobre todo, un padre en el exacto sentido de la palabra. El único problema es que con el paso del tempo Zutano se hacía más refunfuñón, cuidaba más a la niña, que se iba poniendo bonita, y era tanto su miedo de que los pícaros del barrio la sonsacaran, que la iba a dejar y a traer a la escuela. Siempre se le veía con el cigarro en la boca, esperando cerca del portón, y cuando iban de regreso, llevaba el ceño fruncido, agarraba a la niña de la mano y apuraba el paso. Y para Fulana no había hombre más dedicado a su hogar que aquel. Con gusto le daba diez hijos más si a Zutano se le hubiera ocurrido. Gracias a Dios que no se le ocurrió. Cuando la niña tenía trece años, el cielo se le vino encima a la inocente Fulana. La niña le contó a una amiga que su papá, porque así le decía, no la dejaba tener novio, que le decía que tenía que estudiar y hacerse alguien y no andar de picazonosa.
“¿Por qué te cuida tanto tu papá, si ni tu papá que es?”

La niña se quedó callada.
“¿Vos querés ser la novia del German? Pues anden a escondidas… Ni se va a dar cuenta tu papá…”.
“¡Eh!, si se da cuenta me mata…”
“Pero ¿a vos te gusta el German?”
“Sí”.
“Entonces…”
“Es que mi papá dice que cuando yo esté grande se va a casar conmigo”.
“¿Qué?”
“¡Ay, no! Mirá, te voy a contar la verdad…, pero no se lo digás a nadie… ¡Juralo!”
“Por esta”.
“Es que mi papá me hizo su mujer”.
“¿Cómo?”
“¡Uy, si! Desde que tenía siete años… pero mi mamá no sabe... Y yo no cuento nada porque me mete el machete y me dice que mata a mi hermanito si yo le digo eso a alguien, y vos sabés cómo quiero yo a mi hermano...”.
La conversación duró algunos minutos más. Media hora después la sabía la mamá de la amiga, a pesar de que juró no decirle a nadie. En la tarde lo sabía el subinspector de la posta de Policía y antes de que cayera la noche lo sabía la fiscal de la niñez. A las seis y veinticinco minutos de la mañana siguiente, Zutano, que llevaba de la mano a la niña, fue detenido antes de que llegara a la escuela. La niña confesó todo.
“Él no le hizo nada –dijo su madre, llena de lágrimas–, esa cipota siempre fue sinvergüenza... inventó todo eso porque mi marido no la dejaba tener novio porque lo que quería era que estudiara para que fuera alguien en la vida”.
Zutano se sometió al juicio abreviado. Lo condenaron a diez años. La cárcel aguzó sus instintos. Dice que saldrá a vengarse. Mientras esto pasa, sigue la fiesta de las bestias.

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