Luz era buena, fiel e ingenua, por eso no debía morir.
Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres. Dedicado especialmente a Otto Wilfredo Martínez.
MARCIO. La tarde en que mataron a Luz fue una tarde calurosa, el sol llenaba con vapores de fuego las calles de concreto y el cielo, nítidamente azul, parecía más bien una mortaja gigantesca que caía sobre la ciudad como un domo que se perdía en el horizonte.
Luz estaba en su negocio y acababa de almorzar, cuando recibió una llamada. Nunca contestaba números de teléfonos desconocidos pero esa vez lo hizo, aunque jamás pudo explicar por qué.
“¿Usted es Luz, la esposa de Marcio?”
“Sí, yo soy”.
“Mire que Marcio tuvo un accidente en la carretera del sur, por El Rebalse, en Pespire, y quiere que usted venga”.
“¿Cómo está él?”
La voz de Luz pasó de la desconfianza a la desesperación, en un segundo.
“Pues, se lo están llevando los Bomberos para San Lorenzo”.
La comunicación se cortó. Luz estaba desesperada. Le dijo a su hermana, que trabajaba con ella, que Marcio estaba mal y que iría a verlo a San Lorenzo. La hermana se alarmó, sin embargo, le preguntó:
“¿Estás segura?”
“Los Bomberos lo recogieron?”
“¿Y si llamás a Marcio al celular?”
“Sí, lo voy a llamar en el camino”.
LUZ. La camioneta salió del congestionamiento del mayoreo y tomó velocidad después del semáforo del Instituto San Francisco. Luz iba desesperada.
En el cruce que lleva a la colonia Centroamérica sacó el celular de su cartera y marcó el número de su esposo. Sonó una vez. Dos veces. A la tercera le contestaron.
“Hola, amor. ¿Cómo estás?”
“¿Marcio? ¿Sos vos?”
“¡Claro!”
“Me dijeron que habías tenido un accidente”.
Fueron las últimas palabras que Marcio escuchó de su esposa. Lo que siguió fue un grito desesperado y un estruendo como de cohetillos que estallaban rápidamente. Luego un golpe seco y luego el silencio. Un silencio sepulcral.
En ese instante su esposa era asesinada. Dos hombres le dispararon desde un pick-up blanco que la seguía desde que dejó su bodega en el mayoreo.
Los casquillos de AK-47 quedaron regados en el pavimento. Los detectives de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) contaron setenta y dos. Las perforaciones de bala en la camioneta no se podían contar. Las heridas en el cuerpo de Luz eran más de cincuenta.
Quedó tirada a un costado, con el cinturón sosteniéndola sobre la palanca de cambios, bañada en sangre. Murió casi de inmediato. Tenía seis balazos en la cabeza.
Dice Marcio que no cortó la llamada hasta que se le descargó la batería, que escuchaba voces, el ruido del motor encendido y el aullido de las sirenas de las ambulancias y de la Policía. Luz tenía treinta y seis años cuando la mataron.
Aunque no era una mujer bella, era agradable, trabajadora y de buen corazón. Sus amigos y su esposo no imaginaban quién desearía hacerle daño.
“¿Pagan el impuesto de guerra?”
“Cada semana”.
“¿Tienen deudas?”
“Las normales con los bancos”.
“¿Enemigos? ¿Rivales en los negocios? ¿Alguien que les deba dinero?”
“Nada de eso”.
“¿Tiene usted una amante?”
“No.”
“¿Tenía su esposa algún amigo especial?”
“No, era una mujer fiel… No me hubiera engañado jamás”.
El detective lo miró por un segundo. Marcio agregó de inmediato:
“Estoy seguro de eso”.
“¿Sabe de alguien que tuviera motivos para matar a su esposa?”
“No, ya se lo dije”.
“Bien”.
CRIMEN. Estaba claro que el atentado iba dirigido contra Luz, esto es, que los asesinos no se habían equivocado. Además, estaba la llamada en que le dijeron que su marido había tenido un accidente. La hicieron para sacarla de la bodega y atacarla con mayor facilidad.
“Los asesinos son sicarios expertos -dijo un detective-; sabían lo que hacían. Llamaron a la mujer, esta salió alarmada, la siguieron y esperaron el mejor lugar para ametrallarla. Y la ametrallaron con AK-47. Le dispararon más de setenta balas. Recogimos setenta y dos casquillos en la escena pero muchos más debieron caer en la paila del pick-up desde el que la atacaron. Los asesinos fueron dos, según los testigos, y creo que los fusiles llevaban cargadores de caracol, de los que agarran cien balas…”
La atmósfera en la sección de Homicidios era pesada, hacía calor y el aire se volvía irrespirable por momentos. Los detectives tenían ante sí un reto, y un misterio que se iba complicando cada vez más.
ANÁLISIS. “El blanco del ataque era la mujer, de eso ya estamos claros… Los sicarios tenían instrucciones de asegurarse que muriera, es más, alguien deseaba hacerle el mayor daño posible, no solo quitare la vida, sino destrozarla, destruir el cuerpo, y esto pudo ser motivado por un odio recalcitrante y por un deseo profundo de venganza.
Pero Luz era una mujer buena, sin enemigos, con más gente que la quería… Entonces, ¿por qué matarla y más de esa forma tan cruel?”
“¿Alguna rival?”
“Confirmamos que el marido no tiene amante?”
“¿Ella?”
“Tampoco”.
“Descartamos el despecho”.
“¿Mareros?”
“No tenían conflicto con las pandillas, está confirmado. Un informante de la MS dice que eran puntuales con el pago, y otro de la 18 dice que eran ‘buena onda’. ¿Entonces?”
“Nos queda el teléfono… Tal vez allí encontremos alguna pista”.
“¿Y el vaciado?”
“Hasta hoy lo autorizó el juez”.
Tenían que esperar.
TIEMPO. La información llegó una semana después, cuando los detectives tenían otros casos en sus escritorios. La muerte de Luz iba quedando en el olvido. Pero Marcio no iba a quedarse de brazos cruzados.
La mañana en que los detectives recibieron el vaciado del teléfono de Luz, Marcio se llevó una desagradable sorpresa; más bien dicho, otra.
“¿Conoce usted este número?”
Dudando, Marcio lo buscó en su propio celular.
“Sí”.
“Tenemos llamadas constantes desde hace seis meses –dijo el detective-, todas son llamadas perdidas, y vienen de este mismo número. No hay ninguna contestada. Cuarenta y tres el primer mes, sesenta y dos el segundo, cincuenta y siete el tercero, noventa el cuarto, diecisiete el quinto y veintinueve el sexto… Doscientas noventa y ocho llamadas perdidas… ¿Sabe por qué su esposa no contestaba este número?”
“No”.
“¿Conoce usted bien al dueño?”
“Sí, ya se lo dije”.
“¿Lo conocía su esposa?”
“Sí…”
“¿Desde hace mucho tiempo?”
“Desde que éramos novios, hace dieciséis años”.
“Entonces, en algún momento su esposa debió contestar alguna llamada de este número”.
“Supongo que sí”.
“Vamos a pedir la información de un año antes del crimen… ¿Por qué supone usted que dejó de contestar?”
“No sé…”
“¿Dónde está esta persona?”
“Tiene dos tiendas en el mercado…”
“¿Sabe si se disgustó su esposa con este señor?”
“No sé… Yo viajo bastante, por los negocios… No sé nada…”
“¿Es posible que ellos dos se hayan entendido?”
“¿Qué hayan sido amantes dice usted?”
“Exactamente”.
“No lo creo… Mi esposa era una buena mujer…”
“¿No tenía secretos para usted?”
“No; trabajamos en un ambiente pequeño, donde todos nos conocemos. Algo hubiera sabido. Mi esposa no era capaz de eso”.
“Entonces tenemos que preguntarle a este caballero por qué llamaba tanto a su esposa… y por qué ella no le contestaba”.
ÉL. No lo encontraron en sus tiendas. Una empleada dijo que estaba de viaje en Panamá, comprando mercadería,
que había viajado con su esposa.
“¿Cuándo salió?”
“Hace diez días”.
“¿Cuándo regresa?”
“No sabemos”.
Luz tenía siete días de muerta. Hasta ese momento, Marcio se dio cuenta que su amigo no había estado con él en aquel momento terrible.
Los detectives se comunicaron con la Dirección de Investigación Judicial, DIJ, de Panamá y estos no tardaron en responder que el hombre, acompañado de una mujer había salido esa mañana en un vuelo de Copa Airlines desde el aeropuerto de Tocumen hacia Tegucigalpa. Los detectives fueron a recibirlo a Toncontín.
EL HOMBRE. Se sorprendió cuando recibió la noticia del asesinato y se sorprendió más aún que los detectives tuvieran la gentileza de ir a recibirlo al aeropuerto y de llevarlo a la ciudad en una patrulla de la DNIC.
Pero le esperaba una sorpresa mayor. Los detectives le pusieron enfrente una hoja de papel en la que se leía su propio número de celular y una frase que decía: “298 llamadas perdidas hechas desde este número a este otro, propiedad de Luz Idalia Fuentes Gutiérrez”.
Y había una pregunta más abajo: “¿Por qué?”
“¿De qué me acusan?”
El hombre miraba a los detectives con mirada de hielo. Estaba sereno aunque sudaba.
“De nada todavía, pero queremos saber ¿por qué la llamabas tanto y para qué? Pero más importante es todavía el por qué ella no te contestaba.”
El hombre no dijo nada.
“Este es tu número, lo tenés desde hace seis años…”
“Quiero a mi abogado”.
“Tenés ese derecho”.
“¿Ya estoy detenido?”
“No, todavía no, pero creo que sí vas a estar detenido dentro de poco”.
“¿De qué me vas a acusar?”
El detective cambió la plática.
“¿Por qué ella no te contestaba?”
“No sé, tal vez porque nunca le dio la gana”.
“¿La conocías bien?”
“Era la mujer de mi amigo”.
“Y vos la sonsacabas…”
Silencio.
“Tenemos otros números… Este es de una empleada tuya; llamabas a Luz de este número cuando ella no te contestaba el tuyo… Luz contestaba pero cortaba de inmediato cuando reconocía tu voz… Ya hablamos con tu empleada… Este otro está a nombre de un sobrino tuyo, y pasaba lo mismo que con el de tu empleada. Y lo mismo con este y con este otro… ¿Luz era tu amante?”
El hombre sonrió.
“¿Sabés que creo?”
“A ver”.
“Que vos y ella eran amantes, que tu mujer se dio cuenta, que le reclamó, que la amenazó y que la mandó a matar”.
El hombre abrió exageradamente los ojos.
“¿Te sorprende que lo sepamos, verdad?”
“No, mi mujer no es capaz”.
“Creemos que sí… El fiscal va a acusarla esta misma tarde… ¿Qué te parece si te reís ahora?”
“Mi mujer es inocente”.
“¿Luz era tu amante?”
“Quiero a mi abogado”.
“No te vamos a acusar todavía.”
“No me importa. No voy a decir nada más hasta que me asesore con mi abogado… Si no tienen nada más que decirme, entonces déjenme ir…”
“Sí, vos te vas, pero tu esposa se queda… Te repito: Creemos que ella se dio cuenta
que vos y Luz se entendían, se enceló, se enojó y la mandó a matar… Puso a alguien a que la llamara diciendo que el marido había tendió un accidente y la sacó del negocio en el mayoreo para que a los sicarios se les hiciera más fácil matarla… Tenemos el número de la llamada y estamos localizando al dueño… ¿Qué te parece?”
“Eso no me interesa”.
“Pues debería interesarte”.
Hubo un instante de silencio. El detective levantó la cabeza, miró a uno de sus compañeros y le preguntó:
“¿Y si le decimos al fiscal que sospechamos que los dos, este hombre y su mujer mandaron a matar a Luz?”
“Sería mejor… Así cerramos el caso”.
El hombre dio un grito. Estaba a punto de llorar.
En ese momento entró una tromba a la oficina de interrogación. Marcio, con un cuchillo de caza en una mano se abalanzó contra su antiguo amigo, gritando las peores blasfemias, rojos lo ojos de llorar y apestando a alcohol.
Pero no pudo acercarse al hombre. Dos detectives lo detuvieron.
“Soy inocente. Yo no maté a Luz. Yo la quería mucho”.
Su voz se había quebrado.
AMIGA. Era una mujer de unos treinta y cinco años, alta, delgada, agradable a la vista aunque con rostro demacrado. Los detectives la habían citado, como a otras personas, porque su número de teléfono se repetía muchas veces en el vaciado del celular de Luz.
La mujer dijo que eran amigas desde hacían unos diez años, que se llevaban bien, se visitaban con frecuencia y se llamaban casi todos los días.
“En la última semana usted habló mucho con Luz”.
“Sí, ella estaba deprimida”.
“¿Por qué?”
“No me quiso decir”.
“No le creo”.
“Es la verdad”.
“¿Sabía usted que Luz y Javier, el amigo de Marcio, eran amantes?”
La mujer se mordió los labios.
“¿Lo sabía?”
“Que eran no, señor; fueron… Ella lo había dejado por miedo a que Marcio se diera cuenta…”
“Hace seis meses.”
“Sí.”
“¿Marcio se dio cuenta?”
“No. Ella me dijo que no.”
“¿Y la esposa de Javier?”
“Tampoco, al menos eso fue lo que ella me dijo.”
“Marcio es un buen hombre”.
“Trabajador, huraño, de pocos amigos y serio…”
“¿Es fiel?”
“Creo que sí, no sé”.
“¿Le dijo Luz alguna vez que sospechaba que Marcio le fuera infiel?”
“No, ella confiaba en él”.
“La infiel era ella.”
“Pues, sí”.
“¿Sábe que Marcio quiso matar a su amigo?”
“Me di cuenta”.
“El hombre está trastornado.”
“Y no es para menos… Ese maldito lo traicionó…”
“¿Ese maldito? ¡Uy!, esas son palabras mayores… ¿Por qué dice eso?”
“Porque eso no se le hace a un amigo?”
“A un amigo no, pero a una amiga sí, ¿verdad?”
La mujer se puso pálida y no supo que decir. El detective le puso una hoja de papel enfrente. En la hoja estaba escrito: “376 llamadas de este numero a este, el número de Marcio, 96 perdidas, 70 contestadas y que duraron más de siete minutos. La mayoría de las llamadas contestadas se hicieron de noche, después de las diez.”
“Marcio es su amigo especial, ¿verdad?”
La mujer no contestó.
“Usted le dijo que Luz y Javier se entendían… que eran amantes… ¿verdad? Y usted le ayudó a matar a Luz…”
“¡No! ¡Yo no! Fue él solo… Fue él solo!”
MARCIO. Las pruebas que la Fiscalía le presentó al juez eran débiles y la forma en que se redactó el informe era confusa. A pesar del testimonio de la mujer, el juez se resistió a librar orden de captura, sencillamente porque la mujer dijo que los detectives la obligaron a decir aquellas barbaridades.
Sin embargo, nueve meses después, esta misma mujer llegó a Medicina Forense con el rostro desfigurado a golpes y dijo que Marcio la había querido matar para que no dijera nada acerca de la muerte de Luz.
Además, dijo quién le consiguió los sicarios y alguien se presentó como testigo protegido. Marcio fue detenido en Nicaragua, en Chinandega.
La Policía lo entregó a Interpol en Guasaule. Fue condenado a diecisiete años y medio. Es un reo modelo, estudia Letras y se beneficia de algunos privilegios.
No está de acuerdo en que se escriba su caso, aunque no se opone.
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